Cuando los españoles llegaron a lo que hoy conocemos como Colombia, los pueblos indígenas fueron aguerridos ante el avance de los colonizadores. Relataré esta historia pisando el sur del Tolima donde vive el pueblo ‘pijao’.
Por, Laura Cala
Cuando los españoles llegaron a lo que hoy conocemos como Colombia, los pueblos indígenas fueron aguerridos ante el avance de los colonizadores. Relataré esta historia pisando el sur del Tolima donde vive el pueblo ‘pijao’, cimentado sobre sus tres vigas de oro: el Cerro de Pacandé en Natagaima, el Cerro de Calarma en Chaparral y el Cerro de los Abechucos en Ortega donde vive Guimbales, dios de la guerra. En la capa más baja, compuesta de agua salada, viven los gigantes del origen de su pueblo; Lulumoy (señor de la sabiduría), Lokombo (abuela de la fertilidad y la prosperidad), Elianí (señor del castigo). Y en la siguiente, compuesta de agua dulce, habitan los espíritus del Mohán, la Mohana y el Poira, está otra capa chucuy (arcoíris) y Taiba (luna) y en lo más alto está Ta (Sol). Los ancestros constituyen el pasado, el presente y el futuro de este pueblo indígena.
12:00 del día, partimos de la Terminal del Sur de la ciudad de Bogotá donde estaban mis compañeros de viaje, Fabián y Andrés. Por primera vez me esperaba territorio de Ortega, sur del Tolima, escenario de las luchas por la tierra, el territorio y los derechos de las comunidades indígenas del Tolima y del Cauca por parte del líder caucano Manuel Quintín Lame, quien falleció en Ortega y fue sepultado en los Abechucos el 7 de octubre de 1967.
Desde junio de 2015 hice parte de la Escuela Agroecológica y Territorial Manuel Quintín Lame. Allí convergen diferentes procesos organizativos del Tolima con el fin de generar estrategias productivas a partir de los recursos de estos territorios, el intercambio y conservación de semillas nativas y criollas por parte de los integrantes de la Escuela para fortalecer la soberanía alimentaria de los pueblos y seguir resistiendo ante el modelo agroindustrial imperante a lo largo y ancho del país, la adaptación de los territorios frente al cambio climático; un fenómeno que se manifiesta a diario y requiere de un trabajo conjunto, el agua como un recurso fundamental para la pervivencia de las comunidades. Esta iniciativa se lleva a cabo en algunos resguardos indígenas de los municipios de Natagaima, Coyaima y Ortega.
Ya en casa de Rosa Aleyda Leal, gobernadora del resguardo de Pocará, su familia nos recibió amablemente. Valentina, la niña de la casa me mostró unos dibujos hechos con un lápiz grueso, eran unas flores grandes y un árbol, me regaló el dibujo lleno de colores, creí que estaba molestándome, pero no fue así y dijo lo siguiente “Es para usted, cójalo”. Le agradecí por su regalo, ella me dio un beso en la mejilla y la abracé. Desde ese momento, sabía que ese viaje sería inolvidable.
Unos miembros de la comunidad nos llevaron en motocicletas al resguardo, el camino era oscuro, destapado y lleno de baches hasta el puente colgante sobre el río Tetuán, cuyo caudal ha disminuido por la sequía y la presencia de las areneras de la zona. En algún momento fue el punto de encuentro para las familias que allí encontraban un espacio natural, ideal para compartir en los tradicionales paseos de olla con familiares y amigos, así lo relatan habitantes de la zona.
9:30 de la noche, llegamos a nuestro destino, nos esperaban algunos integrantes de la comunidad que habían adecuado el espacio para la escuela que se llevaría a cabo ese fin de semana. La señora María Jesús, una mujer pijao, de cabello liso y corto, es ama de casa; nos sirvió la comida y conversamos un rato, fue muy ameno. Antes de dormir, un pequeño baile y algunas canciones nos permitieron compartir y entrar en confianza.
Al otro día, llegaron muy temprano los demás compañeros de la Escuela y los profesores que faltaban, fuimos a una parte del resguardo donde haríamos un huerto circular, allí saldrían a flote nuestras destrezas para la siembra de maíz, yuca, fríjol y hortalizas. Aparece entonces, la maestra María Claudina Loaiza, guardiana de semillas, que nos enseñó cómo se toma la pica, la pala, perder el miedo al sol y al agua, todo esto con el fin de brindarle a la madre tierra un poco de oxígeno; dicha actividad trae consigo beneficios para el suelo y el fortalecimiento del trabajo comunitario.
Ciertamente esta actividad tenía un elemento especial: contábamos con la presencia de dos mohanes, médicos tradicionales del pueblo pijao que nos sugirieron la dirección en la que debíamos cultivar, también hicimos parte de un ritual de limpieza para disipar las impurezas de nuestros cuerpos. Desde el más pequeño al mayor, hizo la fila para recibir del mohán la limpieza hecha con ruda y aguardiente, nos mirábamos mutuamente, era una conexión espiritual con el territorio, estábamos ahí, se sentía una energía diferente durante el ritual. Esta jornada estuvo cargada de aprendizajes, conocer otras maneras de hacer las cosas, acompañada de un sol incesante, el abono, picas, palas y chicha dulce para refrescarnos durante el trabajo.
Cayó la noche y las sorpresas no se hicieron esperar, los niños y niñas del resguardo habían preparado un baile tradicional pijao, lucían atuendos hechos con fique, al finalizar la presentación nos reunimos en diferentes grupos, mientras degustábamos de la chicha elaborada por las mujeres, recordábamos con alegría nuestras actividades del día y escuchando historias del Mohán, la Madre Monte.
Domingo en la mañana, llevaron unos caballos al resguardo, antes mis ojos había uno de gran tamaño. Por primera vez lo “montaría”, grata y atemorizante experiencia. Recuerdo que Antonino, ingeniero, activista ambiental y mi amigo, me dio ánimo y dijo “eso no pasa nada, pasa la pierna” y pensé es ahora o nunca, pasó el temor, el caballo empezó a andar y debía manejar las riendas. Por unos instantes, sentí adrenalina.
Hacia el mediodía, nuestra labor en el huerto había terminado, almorzamos y compartimos los alimentos y una que otra carcajada en medio del cansancio. Estaríamos preparados para emprender camino a nuestros destinos, no sin antes despedirnos de la comunidad, sentí nostalgia pero el corazón se hinchaba por lo vivido.
La salida se tornó compleja porque había barro y no podíamos pasar fácilmente, las botas y la ropa habían quedado cafés. Cansados y con ansias de llegar a nuestros hogares, llegamos a la carretera, Linita y Pamela, estudiantes de la Universidad del Tolima consiguieron un camión que nos llevó hasta el terminal del Guamo, y allí tomamos el bus hacia Bogotá, donde llegaría a contar lo sucedido, con nuevos sabores en mi paladar, como el insulso hecho por las mujeres, tamal tradicional tolimense. El obsequio de Valentina y el inmenso río Tetuán.
9:30 de la noche, los y las indígenas pijao siguen en la lucha por su territorio, el agua, sus semillas hasta las historias que tienen en común. Mi viaje terminó con un profundo agradecimiento a Dios, a la vida y al proceso de la Escuela por permitirme conocer personas comprometidas, que no esperan nada a cambio y la esperanza de seguir en pie.
Crónica y fotografías: Laura Cala