Encuentro Internacional de Mujeres que luchan Caracol Morelia, Chiapas 2018

Por: Ana Lilia Félix Pichardo

“Red de apoyo al CIG Zacatecas”

Luego de esperar unas horas en CIDECI para viajar al caracol, emprendimos el viaje dudando sobre las horas que duraría el trayecto; compañeros nuestros habían dicho que en automóvil el viaje no duraba más de dos horas y eso nos parecía cada vez menos cierto. Cuando ya llevábamos tres horas de viaje, nos quedaba claro que las aseveraciones habían sido completamente erróneas, pero aún no nos enterábamos que íbamos apenas a la mitad del recorrido. Hicimos una parada porque varias compañeras del autobús querían ir al baño y todas las demás aprovechamos para bajar cuando el chofer nos informó que faltaban otras tres horas de camino.

            En Altamirano nos desviamos para seguir otros kilómetros hasta la entrada del caracol. Nos detuvimos porque el chofer quería asegurarse de que estábamos en el camino correcto y oí a un hombre darle instrucciones: “Sígase derecho, luego, ahí, ya es territorio de las juntas”. –“Las juntas”- pensé y me sentí ya demasiado cerca de las tierras zapatistas. Recuerdo la noche en que llegué a Oventik para cursar el primer nivel de la Escuelita Zapatista y cómo nos recibieron en la penumbra incontables rostros encapuchados que nos hicieron llorar cuando aplaudieron nuestra llegada. Pensaba en cómo sería llegar al caracol de Morelia, nunca había estado ahí y me emocionaba sentir que faltaba cada vez menos para estar en territorio rebelde. -“Está usted en territorio zapatista en rebeldía” –el sólo pensarlo siempre me hace vibrar.

            – “Puro zapatista” –escuché decir al chofer y, en ese momento, me acomodé en el asiento para ver si ya estábamos llegando. Detuvieron al camión y le dijeron dónde debía acomodarse. Fue impresionante ver la cantidad de camiones que ya estaban estacionados y el número de mujeres que se veían llegando al caracol. Nos bajamos y empezamos a repartir el equipaje, aún teníamos que caminar un tramo para llegar hasta la entrada, a donde el camión ya no pudo acceder. Me acerqué a preguntar las indicaciones que las compañeras tuvieran para las que recién llegábamos, mientras mis compañeras bajaban las cosas del camión y se preparaban para caminar con todos nuestros bultos. En la entrada había mesas para el registro y para la organización del campamento, según si las mujeres llevaban o no casa de campaña.

            Nosotras que ya teníamos registro desde CIDECI nos acercamos hasta las filas para saber cómo nos acomodarían; había compañeras que no llevaban casa de campaña y queríamos saber si estaríamos muy lejos de ellas las que acamparíamos. Ahí, una compañera del equipo de apoyo se nos acercó y nos hizo llenar unos papelitos con nuestros datos para la organización del equipaje; tenían códigos que nos asignaron a cada una de nosotras para poder ingresar al caracol y guardar el equipaje esa noche por si fuera necesario.  Mientras nos organizábamos para entrar al caracol y llevar nuestro equipaje etiquetado con nuestro código, más mujeres llegaban para registrarse o pedir información sobre las filas. Era impresionante ver llegar a más y más mujeres con sus enormes maletas y bolsas, casas de campañas y sleeping en las manos, dispuestas a esperar en la fila para poder ingresar.

            Una compañera zapatista nos encaminó hasta la reja, donde había compas milicianas vigilando el ingreso y esperando acompañar a las que íbamos llegando, para indicarnos dónde podríamos dormir y acomodar el equipaje. Llevaron primero a nuestras compañeras sin casa de campaña hasta el escenario principal para que pudieran dormir ahí bajo el techo de madera; ya había otras mujeres ahí con sus cobijas tendidas u otras acomodando apenas su equipaje. Como todas las mujeres que se veían pasar con sus maletas, nos apresuramos también para armar nuestra casa de campaña y poder dormir lo más pronto posible. Eran las dos de la mañana y el movimiento no cesaba, parecía una fiesta y, a pesar del frío, la emoción era tan fuerte que aún ya con las carpas listas para dormir, queríamos permanecer despiertas para no perdernos un minuto de lo que fuera aconteciendo.

            A la mañana siguiente, ocho de marzo, nos despertaron las mañanitas que las compas tocaron para todas nosotras. Vi mi reloj de pulsera y eran las seis de la mañana en punto, no habían pasado ni cinco horas desde que nos habíamos quedado dormidas y el sueño nos hizo dudar entre dormir un poco más o salir en tropel a ver a las compañeras cantándonos las mañanitas rebeldes para las que ya estábamos en el caracol. Nos decidimos por lo segundo y nos abrigamos para salir de la casa de campaña.  A la luz del día, pudimos ver el caracol inundado de carpas de todos los colores, regadas por todo el espacio destinado para acampar, mientras camiones llenos de mujeres seguían arribando hasta el caracol. Íbamos siendo más aun y cuando, para mi entender del espacio, el caracol ya estaba lleno. Luego, nos daríamos cuenta que diminutas o gigantescas casas de campaña se instalaron hasta en los lugares más recónditos donde pudieron ser armadas por sus dueñas.

            Cuando terminó la música, por los altavoces anunciaron que a las nueve y media sería el comienzo de las actividades del encuentro. Aprovechamos para desayunar, caminar un poco y cambiarnos de ropa. El frío de las seis iba desapareciendo de a poquito para dar paso a un calor intenso e inesperado; íbamos preparadas para al frío y para la lluvia, pero el sol de las nueve más se asemejaba al del mediodía. De pronto, al estar en la cancha de futbol llena de mujeres de todos los colores y provenientes de todas las geografías, fue muy evidente que los contingentes que seguían entrando al caracol superaban minuto a minuto la cantidad de mujeres que cada una creyó que habría en el encuentro. Un batallón de mujeres zapatistas, algunas armadas con sus hijos al hombro, se instaló en mitad de la cancha, no adelante, pero tampoco hasta atrás. Una mujer joven nos dio la bienvenida a nombre de la Junta de Buen Gobierno del caracol de Morelia, luego la insurgenta Erika tomó la palabra.

            El sol era tan intenso que muchas de las mujeres ahí empezaron a deslizarse hasta algún diminuto rincón que fuera alcanzado por la sombra, aunque muchas otras se quedaron en mitad de la cancha, cubriéndose con sombreros, cachuchas y sombrillas. Las compañeras zapatistas permanecieron en la mitad de la cancha, con el rostro cubierto y, a pesar de sus cuerpos pequeños, parecían gigantes en mitad de todas las que ahí estábamos. L@s zapatistas tienen la costumbre de empezar hablando de sus muertos, sus muertas, traerl@s con la palabra es una forma de honrar la memoria y construir permanentemente la identidad de los tiempos venideros. Así, comenzaron hablando de Eloísa Vega[1]; la voz colectiva del EZLN pronunciada por la insurgenta Erika nos cimbró desde el inicio y nos recordó porqué estar en territorio zapatista no es sólo una cuestión de fronteras geográficas, sino de cómo otros mundos se han erigido en el imaginario de los hombres y mujeres en resistencia. La voz de la insurgenta Erika se evidenció como una voz por la cual hablaban las diferentes generaciones de mujeres zapatistas; cómo la lucha de las mujeres zapatistas era una cadena conectada hacia el pasado y hacia el futuro como una continuidad inacabada.

            Desde el público los aplausos, los gritos, las risas, las lágrimas, los comentarios, salían desenfrenadamente, como de por sí siento que es el modo de las mujeres que llegaron hasta el caracol. Nos observé bastante diversas entre nosotras, contrastantes con las compas zapatistas; cuerpos latentes buscando en cada momento resistir contra cualquier atadura, pintados de colores y envueltos en telas diversas o desnudos bajo el sol lacerante; mujeres abrazadas a sus hijos, despreocupadas por mostrar el rostro de una individualidad liberada y salvaje:

Bueno, pero lo sabemos que en ese bosque, en ese monte, hay muchos árboles que son diferentes. Y lo sabemos que hay. Por ejemplo, ocote o pino, hay caoba, hay cedro, hay bayalté, y hay muchos tipos de árboles. Pero también lo sabemos que cada pino o cada ocote no es igual, sino que cada uno es diferente. Lo sabemos, sí, pero cuando vemos así decimos que es un bosque, o que es un monte. Bueno, aquí estamos como un bosque o como un monte. todas somos mujeres. Pero lo sabemos que hay de diferentes colores, tamaños, lenguas, culturas, profesiones, pensamientos y formas de lucha. Pero decimos que somos mujeres y además que somos mujeres que luchan. Entonces somos diferentes pero somos iguales.[2]

            De par en par nos abrieron la posibilidad de estar ahí y vivir, al menos por unos días, como se vive en su territorio, como ellas piensan y construyen la cotidianidad. Es decir, nos hicieron un regalo valioso que comenzó a tejerse hace muchos años; nos ofrecieron la opción de elegir, -colectivamente tal vez según nuestro modo-, qué queríamos llevarnos a nuestros mundos después de ese encuentro:

Podemos escoger de competir a ver quién es más chingona, quién tiene la mejor palabra, quién es más revolucionaria, quién es más pensadora, quién es más radical, quién es más bien portada, quién es más liberada, quién es más bonita, quién está más buena, quién baila más mejor, quién pinta más bonito, quién canta bien, quién es más mujer, quien gana el deporte, quién lucha más. Como quiera no va a haber hombres que digan quién gana y quién pierde.  sólo nosotras. O podemos escuchar y hablar con respeto como mujeres de lucha que somos, podemos regalarnos baile, música, cine, video, pintura, poesía, teatro, escultura, diversión, conocimiento y así alimentar nuestras luchas que cada quien tenemos donde estamos. Entonces podemos escoger, hermanas y compañeras. O competimos entre nosotras y al final del encuentro, cuando volvamos a nuestros mundos, vamos a darnos cuenta de que nadie ganó.[3]

Con esas palabras empezaba el encuentro de manera formal, porque, con el corazón inflamado, las que ahí escuchábamos recordamos porqué el zapatismo siempre muy otro nos devuelve miradas que silenciosas cuestionan ¿Y tú qué? Lo cual apacigua los egos citadinos y abraza cariñosa la presencia diversa y escandalosa. Volteé a ver a mi alrededor, todas nos cubríamos del sol a nuestra manera, tratando de sostener cámaras y micrófonos con una mano, mientras sosteníamos sombrillas y rebozos, haciendo literalmente malabares otras mujeres escuchaban desde la sombra en las orillas de la cancha.

            El calor ya era sofocante, casi parecía imposible que horas atrás tiritábamos de frío en las casas de campaña. Y de pronto ahí, entre el bochornoso clima, alguien, que es una alguien colectiva, nos hizo sentir cómodas y en casa, seguras, “cariñadas” … Nos tocó las cicatrices con el amor de una madre que sabe y ha sentido los mismos dolores; retadoras, como siempre, las hermanas del sureste nos propusieron echar el trato de sobrevivir, de luchar y de estar juntas. Sin pensar demasiado, ya teníamos la cara mojada de lágrimas más que de sudor y nos vimos más cerca a nosotras mismas. Nos quedó claro que a nuestro corazón le hace falta resolver sus propias contradicciones, que el miedo asimilado no es invencible y que, en medio del odio, las mentiras y las humillaciones de nuestros mundos, amar y amarnos es una posibilidad que nos exige ser y resistir, luchar, porque no basta ser mujeres, sino que es urgente organizarnos.

            Ese día vimos el caminar de las generaciones de mujeres zapatistas. Nos compartieron sus bailes, cantos, palabras, actuaciones, para que estuviéramos en cada uno de los momentos de su larga resistencia: cuando los hombres las comenzaron a involucrar en la organización clandestina y cómo su participación se fue diversificando y ampliando. La lucha, nos han enseñado, es contra los mandones, allá afuera, pero también contra “el patroncito de la casa”, adentro, contra las costumbres que hacen creer a los hombres que las mujeres valen menos. Las puestas en escena reflejaron la bifurcación de dos mundos ajenos y contrastantes y, sin embargo, incomprensibles el uno sin el otro; porque los pasos de la autonomía se han andado sobre los escombros de la humillación y la sangre de los días en las haciendas, de los días y noches en resistencia contra la militarización. Las mujeres zapatistas nos mostraron su historia, lo mucho que duele parir la autonomía, romper los muros, construir la posibilidad de los muchos mundos y que la historia nunca termina de escribirse.

            Se hizo de noche entre risas y aplausos, -bueno, también lloramos por ratitos, pero estábamos muy contentas-. Pensé lo segura que me sentía, no sé si las demás compañeras ahí sintieron lo mismo, pero todos nuestros miedos quedaron silenciados. Recordé, entonces, cuando presentamos las historias de Niña defensa zapatista en mi universidad y cómo una amiga esperó hasta el final para preguntarme si de verdad en la selva zapatista las mujeres caminaban sin miedo; no sé si le respondí, pero hasta ahora la pregunta aparecía como buscando su respuesta en la emoción que me desbordaba. Sabíamos que después de esos días tendríamos que volver a nuestros mundos, donde el tiempo y la violencia no se habrían detenido, donde el muro-hidra seguía erguido y amenazante, pero también supe que cuando cada una de nosotras volviera a su geografía y sus modos ya no seríamos las mismas, lo que era un regalo y un compromiso bastante hermoso. En la oscuridad vimos encenderse velas que sostenían compañeras zapatistas en un templete frente al escenario principal, era el primer día y ya veíamos brillar el horizonte.     

             Luego, lo que transcurrió fue inabarcable; en cada esquinita del caracol, en cada escenario y salón había mujeres de diversas geografías compartiendo sus palabras, sus sonidos, todas ellas como una ventana abierta hacia los muchos mundos que somos. Había unas lonas impresas con la programación de cada día en el pasillo que daba a la entrada del caracol. Siempre que volteaba, había mujeres escribiendo en sus libretas las actividades que querían ver; como yo no veía muy bien, lo que hice junto con mis compañeras fue recorrer los diferentes espacios para tratar de estar en diferentes mesas y talleres. Hacia cualquier lugar que caminábamos, para buscar comida o ver las actividades, había enormes grupos de mujeres, me atrevería a decir que todas contentas. Éramos tantas que hacíamos filas para ir al baño, para comprar un elote, para bañarnos, para lavar nuestra ropa, para entrar a las actividades; era, sin embargo, un ambiente de mucha amabilidad, muchas sonrisas, mucha tranquilidad y tolerancia.

            Los días en el caracol fueron emocionalmente extenuantes. Escuchar y sentir a las compañeras que compartieron un trocito de su tiempo y experiencia de organización, -cada quien su modo-, fue exhaustivo; cada día parecía tener en sí mismo una semana entera. Corríamos para alcanzar a entrar a los talleres, luego para ir al baño y poder escuchar la música de algunas otras compañeras que estaban en los escenarios de las canchas y, por supuesto, tampoco queríamos perdernos los partidos de futbol que, a pesar del sol, atraían las miradas de las que por ahí pasábamos. Queríamos dividirnos y tener el cuerpo bailando con la batucada que desde la primera noche nos hizo saltar a pesar del cansancio; tener el corazón abierto para abrazar a las madres de desaparecid@s y muert@s que hicieron del dolor un arma colectiva para permanecer vivas; estar atentas a las obras de teatro del templete principal; llevar el oído a las compañeras que nos dieron sus poesías y narraciones. Cada momento era una ocasión para reflexionar sobre nuestra condición de mujeres y cuestionar nuestra lucha, la personal, la colectiva; a le vez, no había mucho tiempo para el silencio.

            En el último día del encuentro, fui al auditorio donde se estaban impartiendo talleres, había una mesa de familiares de víctimas de feminicidios y desapariciones forzadas. Rostros conocidos, heridas que acumulan años sin cicatrizar, hay silencio, sollozos, mucha rabia. Escuché a la mamá de Lesvy Berlín[4], la reconocí de inmediato, daban ganas de abrazarla, pero también nuestros cuerpos se petrificaron con sus palabras; contuvo el llanto, pero las demás no pudimos, su rostro es el espejo de todos nuestros miedos, de la indignación que se desborda por vivir en una realidad tan ilógica. Cada feminicidio es un triunfo del sistema, porque nos matan de a poquito, inyectándonos terror en las venas y arrebatándonos los días futuros. Sujeté mis rodillas y seguí escuchando las palabras que parecían provenir de la misma mujer, las historias parecen la misma, el dolor uno solo pero inmenso; las palabras se quedan en mi cabeza taladrantes: “fue el papá de sus hijos”, “la mutiló y luego la atropelló”, “su novio controlaba sus redes sociales”, “los amigos sabían que la controlaba, no dijeron nada”, “él la vio por última vez”, “cerraron el caso, diciendo que se suicidó” …

            Los monstruos de nuestros mundos acechándonos, recordándonos que volveríamos a nuestras ciudades, a nuestras calles y escuelas, nos hicieron temblar. Imaginé lo parecidas que éramos, a pesar de vernos tan diferentes; pensé qué tan cerca habíamos estado de morir en manos de nuestras parejas; cómo hemos sido violentadas de mil maneras en nuestro intento de amar y seguíamos vivas; si seríamos afortunadas o pertenecíamos a una lista de espera para ser violadas, desaparecidas, mutiladas y asesinadas. Traté de sofocar los gritos que desde adentro se asomaban y recorrí las siluetas de las mujeres que estaban a mi alrededor, teníamos el trato de sobrevivir, pero ¿cómo? Si el capitalismo, ungido de patriarcado, está en nuestras casas, en nuestras relaciones, en nuestra intimidad, en nuestros salones, en nuestros trabajos, en cada rincón de nuestros miedos a ser lo que somos. La urgencia de sobrevivir no basta, como ser mujeres no basta, como estar juntas no basta, sino que es la organización colectiva lo que puede seguir dándonos la oportunidad de decidir, tal y como nos habían permitido las compañeras vivir y decidir durante nuestra estancia en el caracol.

            Esa noche se acababa el encuentro, nos congregamos en la cancha de futbol emocionadas y atentas de las palabras que nos darían las compañeras. Muy su modo, las zapatistas pusieron a su lado a las compañeras del Equipo de apoyo, reconociéndoles su trabajo durante los días del encuentro; arriba y abajo del templete llorábamos todas:   

           

     Hermanas y compañeras:

Este día 8 de marzo, al final de nuestra participación, encendimos una pequeña luz cada una de nosotras. La encendimos con una vela para que tarda, porque con cerillo rápido se acaba y con encendedor pues qué tal que se descompone. Esa pequeña luz es para ti. Llévala, hermana y compañera. Cuando te sientas sola. Cuando tengas miedo. Cuando sientas que es muy dura la lucha, o sea la vida, Préndela de nuevo en tu corazón, en tu pensamiento, en tus tripas. Y no la quedes, compañera y hermana. Llévala a las desaparecidas. Llévala a las asesinadas. Llévala a las presas. Llévala a las violadas. Llévala a las golpeadas. Llévala a las acosadas. Llévala a las violentadas de todas las formas. Llévala a las migrantes. Llévala a las explotadas. Llévala a las muertas. Llévala y dile a todas y cada una de ellas que no está sola, que vas a luchar por ella. Que vas a luchar por la verdad y la justicia que merece su dolor. Que vas a luchar porque el dolor que carga no se vuelva a repetir en otra mujer en cualquier mundo. Llévala y conviértela en rabia, en coraje, en decisión. Llévala y júntala con otras luces. Llévala y, tal vez, luego llegue en tu pensamiento que no habrá ni verdad, ni justicia, ni libertad en el sistema capitalista patriarcal. Entonces tal vez nos vamos a volver a ver para prenderle fuego al sistema. Y tal vez vas a estar junto a nosotras cuidando que nadie apague ese fuego hasta que no queden más que cenizas.[5]

            En el umbral de muchos mundos derramamos más lágrimas, de todas las emociones juntas, nos abrazamos hacia adentro y recibimos los abrazos de las compañeras zapatistas, de las demás compañeras que ahí estaban. Todas distintas, todas iguales, todas mujeres que luchan, esperando volver a vernos vivas y seguir luchando hasta ser mujeres “de juicio”. Después de que la comandanta Miriam clausuró el encuentro se escuchó nuevamente la joven voz de Alejandra -“ahora ya pueden entrar los hombres” -seguida de muchas risas entre el público. Se anunció que el baile duraría toda la noche, como de por sí es también el modo de l@s zapatistas, y junto a los compañeros zapatistas entraron otros hombres que habían esperado afuera a sus compañeras; nos seguimos sintiendo seguras, porque seguíamos en tierra rebelde, porque junto a nuestros compañeros es la lucha.

            Esa noche-madrugada salimos del caracol a las 6am, hicimos una fila en espera de abordar los autobuses que nos llevarían hasta San Cristóbal y muchas emociones se agolpaban en nuestro pecho. El amanecer volvió a iluminar para nosotras por última vez el letrero azul “Bienvenidas mujeres del mundo”, mientras cargábamos nuestras mochilas y casas de campaña; algunas se tomaron fotografías, otras se veían ya muy cansadas y permanecieron en su lugar de la fila, con la mochila en la espalda. Vimos salir a las compas zapatistas, que también volvían a sus caracoles, algunas compañeras, agotadas del baile, se durmieron apenas subir al autobús, otras más no dejaron de hablar en todo el camino de regreso; éramos otras las que volvíamos. Nos despedimos para volver y luchar en nuestros mundos, en nuestros calendarios y geografías, con nuestr@s compañer@s y colectiv@s, con las demás mujeres del mundo que también luchan y resisten, con nuestras formas de ser y de vivir.

[1] Compañera de la red sudcaliforniana de las redes de apoyo al Concejo Indígena de Gobierno, quien falleció en un accidente automovilístico durante la gira del CIG.

[2] Insurgenta Erika en el discurso de bienvenida al encuentro el día 8 de marzo 2018.

[3] Ibídem

[4] Lesvy Berlín fue asesinada en las instalaciones de Ciudad Universitaria de la UNAM, su madre sigue luchando por verdad y justicia.

[5] Palabras de la compañera zapatista Alejandra en el evento de clausura del encuentro.

 

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