La emancipación de la naturaleza permite alargar y/o ampliar las nociones del tiempo; concretamente la fetichización de objetos coactivos de la sociedad a través del tiempo. Las relaciones entre los sujetos se subordinan a estas nociones implicando la construcción de símbolos que son apropiados en la cotidianeidad e incluso en roles culturales y generacionales. La memoria social es el lugar de resguardo y adoctrinamiento a partir del tiempo; incluso, desde este punto, los espacios de interacción en la vida de los individuos en sociedad que heredan el continuum de conocimientos, en palabras de Norbert Elias (1989: 81-82).
Por: ERNESTO FLORES ESCAREÑO
La posibilidad de afectación temporal en la memoria social debe asumirse desde la dureza fáctica o la sociabilidad alterada de la naturaleza del tiempo, esto implica la generación de simbolismos, los cuales se adentran en los procesos históricos de la modernidad, entendiendo la construcción social en función de las estrategias de identidad, es decir, de nación, hegemonía, control y dominación. De esta manera, el sujeto es atravesado y/o atrapado por una temporalidad social.
El “yo” es el efecto de una historia y de una memoria que incluye a los antepasados y a la historia de la comunidad nacional y familiar donde él se forma. El yo nace anciano, cargado de tradiciones y prejuicios, de anécdotas no vividas, de cosas imposibles de recordar pues pertenecen al inconsciente de los ancestros que han dejado sus huellas en el sistema de lengua (Braunstein, 2012: 22).
La memoria histórica es elaborada especialmente desde la estructura de dominio con simbolismos claros y coercitivos en distintos planos; ahí, el tiempo se aprisiona en referentes objetivos de estructuración identitaria y, así, los parámetros de asimilación de actos constitutivos y socialmente regulados o, mejor dicho, reglamentados. Por ello, la fetichización de las efemérides implica una cosmovisión etapista de la memoria histórica en las sociedades. Como indica Larrión:
en contraposición a la parcialidad y la diversidad de las memorias colectivas, la memoria histórica perseguiría en cambio conquistar un relato mucho más objetivo, unitario y coherente acerca de lo sucedido en el tiempo pasado. Se trata así de un relato especial que adopta el signo de la presencia, lo mismo y lo idéntico, es decir, de una narración propiamente científica que aspira a conocer lo que antes aconteció y debe ser ahora fielmente mostrado y restablecido. Sus principales referentes no son pues la comprensión y el compromiso sino la racionalidad, la explicación y el distanciamiento. […]Lo más característico […] es ser escrita, enseñada y aprendida. […] la memoria histórica es más neutral y distante pero también menos útil, interesante y valiosa para guiar nuestras acciones y afrontar nuestros desafíos (Larrión, 2008: 71).
A diferencia de ello, la memoria social es entendida en un sentido más amplio desde el tiempo como bloque histórico, y asume otras referencias en múltiples procesos de regeneración social que atienden a contextos glocales. Se muestra aquí la imbricación interdependiente entre lo natural-tiempo y lo social-temporalidad; la regeneración interpretativa de la sociedad para ella misma y ante las constituciones dominantes. El tiempo, así, se construye continuamente en las sociedades y también se subdivide en múltiples temporalidades[1].
Sobre la memoria social impactan los comportamientos en una temporalidad extensa y dialógica. A mediana duración, siguiendo los términos braudelianos[2], encontraremos que está compuesta por un conjunto de memorias colectivas en temporalidades más cortas y, siendo un tanto reiterativos, marcos de referencia que, sin embargo, plantean continuidades efectivas como estrategias de dominación. Los más fuertes en determinadas sociedades deben desarrollar estrategias de cooptación y, por lo tanto, de desapariciones tácticas orientadas al olvido de dicha memoria social (Braunstein, 2012: 40) que permita la constitución de una memoria histórica como implantación de un discurso hegemónico.
En este plano, es posible situar el tiempo biológico de los sujetos que configura la temporalidad en los roles sociales. Sin abonar en otras etapas históricas de la sociedad, el proceso productivo de la modernidad capitalista ha redefinido la inserción de los sujetos según la edad, estableciendo limitaciones etarias basadas en la subordinación y, consecuentemente, en los espacios definidos por la producción de capital[3]. Para Braunstein,
somos encarnación de la memoria colectiva en el mundo que nos rodea, el más estrecho de la colectividad o la familia, y también nuestra memoria histórica en el conjunto social, transmitida muchas veces por la escuela y cada vez más por los adoctrinadores medios de difusión de masas, que van dibujando y marcando con sus trazos la memoria individual (Braunstein, 2012: 46).
Por ello, es necesario retomar dicha interacción para la recuperación testimonial, entendiendo que hay en la propuesta de la sociología halbwachsiana, la delimitación de ciertos marcos sociales:
los principales marcos sociales de la memoria colectiva serían […] los temporales, los espaciales y los lingüísticos. […] [L]os marcos sociales de la memoria no están formados por esquemas totalmente fijos, cerrados o estáticos, sino por estructuras en gran medida abiertas, cambiantes y dinámicas que abarcan además tanto las ideas, lo abstracto, los conceptos y lo consciente como lo sensible, lo concreto, las imágenes y lo preconsciente (Larrión, 2008: 70-71).
El caso de la juventud implica analizarlo mínimamente en tres niveles desde esta perspectiva: primero, en su condición social; segundo, desde su interacción con los sujetos en su espacio (ciudad/universidad/Estado); y, por último, como resultado en la construcción de su memoria colectiva sectorial desde su habitus[4], todo esto en su cualidad de estudiante que se coloca ante un paradigma limitativo del proceso educativo que está inmerso en la enajenación de las oportunidades del mercado para capitalizar en su humanidad, renunciando cada vez a su esencia como derecho universal. Es ahí donde los jóvenes otorgan a su creatividad inherente la práctica que cuestiona esta subsunción capitalista a través de manifestaciones de rebeldíaplasmadas en las movilizaciones estudiantiles que retoman, a su vez, las experiencias y discursos de otros movimientos sociales históricos y contemporáneos. Así “si los jóvenes descubren la memoria de las luchas por la emancipación democrática y universalista, ello depende antes de nada de su experiencia de vida como resistencia a los poderes que niegan la libertad y el futuro mismo” (Palidda, 2010: 113-114). Sin embargo, también está presente la posición del joven neoliberal que sólo reclama flexibilidad en la posibilidad para adquirir su oportunidad.
Cuando se argumenta sobre la generación de otros sentidos para la defensa y/o generación de comunidad, se advierte la permanencia de planos ideales que delimitan la participación de los sujetos en la construcción real de estructuras que permitan la instalación de un nuevo orden social. La elaboración que se asume para comprender el sentido de comunidad a desentrañar, tiene algunos indicios en los conceptos de ‘ratio popular’ en Michel De Certeau, y de ‘prejuicio’ en Hannah Arendt, principalmente. Si bien el primero confluye con “las maneras de hacer [que] constituyen las mil prácticas a través de las cuales los usuarios se reapropian del espacio organizado por los técnicos de la producción cultural” (De Certeau, 1996: XLIV), su percepción hacia lo político, contiene criterios de orden moral, que no precisan de una elaboración lógica reflexiva evidente, sino sólo una legitimidad temporal, una aceptación irreflexiva (Arendt, 1997: 56-57). Por lo que, en los sujetos:
su propia cotidianidad se halla condicionada histórica y socialmente, y lo mismo puede decirse de la visión que tiene de la propia actividad práctica. Su conciencia se nutre también de las adquisiciones de todo género: ideas, valores, juicios y prejuicios, etc. No se enfrenta nunca a un hecho desnudo, sino que integra éste en una perspectiva ideológica determinada, porque él mismo –con su cotidianidad histórica y socialmente condicionada- se halla en cierta situación histórica y social que engendra esa perspectiva” (Sánchez, 2003: 32).
Sin embargo, surgen preguntas esenciales que reclaman la clarificación del espacio de acción, no sólo en términos geográfico-institucionales, sino humano-culturales que permitan la concreción de esa idea. Es ahí donde la complejidad de los sujetos se amplía para reconocer que la esencia de seresarrojados, en el sentido existencialista, no es una situación individual que se resuelva a través de una voluntad libre de su entorno, es decir, libre de las relaciones sociales en las que se desenvuelve en todos los ámbitos de su vida[5].
Al estar imbricado en sociedad, el sujeto sostiene la necesidad cultural y, en consecuencia, política, que le permita el disfrute de otras necesidadesmínimas pero imprescindibles para su subsistencia. Se encuentra, así, plagado de interacciones de reciprocidad que no son articuladas sólo desde una jerarquía instrumentada de dominio (lo que no significa que ésta pierda presencia), sino que la omnipresencia de instituciones de coerción se pone en tela de juicio al introducir en la reflexión lo cotidiano en el devenir del sujeto[6]. Se debe tener cuidado al reflexionar tal espacio social para no caer en la atomización social, sino atribuir herramientas potenciales que desde la interacción de diversos cotidianos ayuden a la comprensión de relaciones más amplias al interior de la sociedad[7].
La enunciación de la resistencia. Cuando lo político se dice con acciones
Uno de los elementos esenciales en lo cotidiano, como marco social, es el lenguaje, su construcción referencial implica la desatención de lo impositivo externo de la cotidianeidad donde se desenvuelve[8]. Esto es, los sujetos identificados en su espacio, generan sus propios códigos de significado para la construcción de un sentido de comunidad[9]. Con esto no se trata de afirmar que sean códigos puros, sino que remiten a una serie de significados desde los cuales su interacción se afirma como propia, y ahí es donde, a su vez, se construyen elementos activos que darán cuenta de su politicidad. En este sentido, Arendt diferencia la política, como el espacio de dominación, el ejercicio del poder de unos sobre otros; por lo que rescata el sentido de lo político, como “un ámbito del mundo en que los hombres son primariamente activos y dan a los asuntos humanos una durabilidad que de otro modo no tendrían” (Arendt, 1997: 50), y es en este espacio entre los sujetos, donde ubica la posibilidad de realización de la libertad[10].
El sentido común es parte resultante de las interacciones cotidianas, sin embargo éstas también están en relación constante con una serie de significantesde carácter impositivo que llegan del exterior y que no llegan a configurar un verdadero significado para los sujetos, pero sí contienen limitaciones y adecuaciones a las formas en las que la diversidad de cotidianos se comunican entre ellos.
La producción de enunciados en las situaciones sociales también es una producción práctica; sin tiempo para la reflexión, para el distanciamiento, el sujeto ha de producir sus discursos –como todas sus prácticas– en la urgencia de la situación inmediata. Esto sólo es posible en la medida en que ha adquirido prácticamente el sentido de las situaciones sociales y de las prácticas adecuadas en ellas: «sentido práctico» que, más allá de la consciencia, permite ajustarse perfectamente a las situaciones sin esfuerzo, sin cálculo (Criado, 1998: 109).
Se habla así de una contaminación, por ello no cabe la construcción pura entre lo cotidiano y lo institucional reglamentado; no hay una pureza en el acontecimiento ya que éste y la situación (lo cotidiano) “se contaminan entre sí: no son ubicaciones separadas dentro de una topografía social, sino dimensiones constitutivas de toda identidad social” (Laclau, 2008: 87). Por lo que:
la imagen del otro como contaminante es una proyección fantaseada y fóbica relacionada con las propias angustias, pero aquellas angustias que las anclan pueden ser bastante “normales” y socialmente adaptativas, incluso celebradas, en la medida en que el prejuicio es legitimado y reforzado por las instituciones de la sociedad. Las críticas a esta imagen deben ser en este sentido éticas y políticas […] (LaCapra, 2009: 216-217).
Los sujetos encuentran así los significados que les son presentados desde ambas esferas para posicionarse primariamente en el mundo, tras el arrojo, comenzando su construcción de conciencia ante las cosas y otros sujetos que le rodean, pero que, además, le comunican. Su sentido de pertenencia primario recoge significados que alimentan la conciencia ordinaria, o los prejuicios en los cuales interactúan sin que eso construya un verdadero diálogo reflexivo, tanto de la oralidad de lo cotidiano como de lo escrito en lo institucionalizado. Según Sánchez Vázquez, es una distinción de los grados de conciencia y la potencialidad del acto reflexivo. En el caso de la primera, hay una conciencia ordinaria en la cual,
las cosas no sólo son conocidas en sí, al margen de toda actividad humana –punto de vista del realismo ingenuo- sino que también significan por sí mismas; es decir, ignora que por el hecho de significar, de tener una significación práctica, los actos y objetos prácticos sólo existen por el hombre y para él. El mundo práctico es –para la conciencia ordinaria- un mundo de cosas y significaciones en sí (Sánchez, 2003: 34).
Para ello es necesaria la reflexión de las prácticas, que lleve a la autoconciencia de los sujetos y se rompa con esto la despolitización impuesta a los sujetos. La “disipación de prejuicios”[11] es una necesidad y en la oralidad existe un cúmulo de posibilidades creativas, que si bien resisten e incluso confrontan lo escrito, al estar truncadas en los prejuicios no consiguen desplegar su potencialidad real.
La palabra es también contaminada desde una adecuación a lo que existe en el orden donde se desarrolla, pero no es subsumida del todo en la escritura que intenta imponer sus significantes, si así fuera, la linealidad del devenir histórico de sometería a una inmovilidad de los sujetos y las estructuras sociales serían las mismas desde la aparición del humano en sociedades jerarquizadas. “La acción […] sólo es política si va acompañada de la palabra (lexis), del discurso. Y ello porque, en la medida en que siempre percibimos el mundo desde la distinta posición que ocupamos en él, sólo podemos experimentarlo como mundo común en el habla” (Arendt, 1997: 18).
La operatividad política del lenguaje a partir del sistema de representación funciona desde “un tipo particular de relación: los representados no se yuxtaponen a la representación, sino que ella los hace presentes a sí mismos como totalidad, sin que por eso ninguno de los dos pueda identificarse en un lenguaje común” (De Certeau, 1995: 54). Con esto se quiere decir que el lenguaje, en las dos formas aquí analizadas, se construye en la transhistoricidaddialéctica, y por ello es evidente que la creatividad ha tenido, y tiene, la posibilidad real de ser puesta en práctica. Se entra, ahora sí, en el terreno de lapraxis frente a la práctica:
el hombre es el ser que tiene que estar inventando o creando constantemente nuevas soluciones. […] él mismo crea nuevas necesidades que invalidan las soluciones alcanzadas, […] porque la vida misma, con sus nuevas exigencias, se encarga de invalidarlas. […] El hombre no vive en un constante estado creador. Sólo crea por necesidad; es decir, para adaptarse a nuevas situaciones, o satisfacer nuevas necesidades. Repite, por tanto, mientras no se ve obligado a crear (Sánchez, 2003: 320). [12]
Construir un nuevo horizonte en la participación política, implica la construcción de un nuevo sentido de comunidad, por lo que: “el habla encarna una práctica inseparable de nuestra conciencia; ha fascinado a los seres humanos y suscitado la reflexión sobre sí misma desde las fases más remotas de la conciencia, mucho antes de la escritura” (Cassigoli, 2007: 169). Y a partir de ello, la retórica en la política surge como sustitución de significados en los acontecimientos como vacíos en los significantes de la totalidad hegemónica; “la retoricidad es interna a la significación” (Laclau, 2008: 105). Esto es, precisamente, la toma de la palabra expresada por De Certeau.
En lo escrito se modula el lenguaje desde la adecuación de significados que sean útiles a la construcción general de una idea, si hablamos del Estado, éste recurre no sólo a la Ley como coerción instrumental, sino también a la historia oficial, es decir, a una narrativa que delimite el sentido de comunidad desde donde los sujetos deben indagar para reconstruir su única y verdadera identidad, la intencionalidad hegemónica del discurso. Aquí se reproduce la marginación en sus tres niveles: económica, política y cultural. Para De Certeau, la marginalidad se torna masiva desde una cuadrícula económica, cuya operatividad, a través del lenguaje con la imposición de exterioridades culturales se manifiesta en el espectáculo de mercado (De Certeau, 1996: XLVIII). Por esta razón, cuando la práctica política de los sujetos intenta ir más allá de tal limitación, se considera una afrenta violenta hacia el orden; no puede ser visto de otra manera, si quien domina ha recurrido a la violencia en todos los ámbitos de su reproducción y una de las tácticas más eficiente es la despolitización de los sujetos.
Pero, entonces, ¿cómo y por qué los sujetos llevan a cabo una práctica política? ¿Cómo participan en lo político desde una perspectiva ajena al sentido común impuesto? Las respuestas son muchas y variadas si al contexto de cada comunidad de sujetos se refiere, sin embargo, como ya se había explicitado anteriormente, desde un ejercicio teórico-reflexivo y en atención a que en el mundo actual se estrecha más la diferencia de acción en la lógica productiva y política de violencia, se encuentran las siguientes pistas.
Si desde la oralidad de lo cotidiano se construyen significados propios, es evidente que éstos surgen de una carga de experiencias que no se remiten simplemente a lo inmediato, es una construcción en términos transhistóricos, por lo que si en su registro social han sobrevivido tales significados es evidente una resistencia simbólica ante los ordenamientos ajenos. ¿Dónde buscar estos registros de resistencia? En la memoria. Sólo que ésta tiene (junto con sus temporalidades), olvidos; Cassigoli, retomando a De Certeau, encuentra en esta resistencia una “potencia convertidora” desde la poética, cuyos registros en la memoria conducen a la construcción de esperanza (Cassigoli, 2010: 110).
¿Quiere decir esto que hay vacíos en la memoria de los sujetos? Si se llevará a una reflexión individualizada, desde la posición del inconsciente, posiblemente sí. Sin embargo, se ha dicho ya que los sujetos están en relación con otros sujetos, son comunidad y por lo tanto son seres colectivizados en un constructo social de interacción y reciprocidad, por lo tanto no hay vacíos como olvidos colectivos, es sólo una fragmentación del recuerdo[13]. Según Cassigoli: “la memoria original yace aquí en la forma de reliquias de un cuerpo social perdido, desprendidas del conjunto del cual formaban parte y diseminada en la mixtura de prácticas culturales”. Pero, al colectivizarse “los fragmentos de memoria aislados y transplantados a otro cuerpo, que la práctica reproduce sin cesar, aunque sin constituirlos nunca como un todo, alcanzan en su existencia desbandada una fuerza aún más grande” (Cassigoli, 2007: 158). ¿Qué produce tal fragmentación? En los términos políticos que interesan ahora, es evidente que la violencia ejercida para la dominación. No se podría entender una despolitización sin una ruptura de los sentidos de comunidad que los sujetos llevarían a cabo en términos independientes a la unificación impuesta bajo Leyes e historia(s) que poco hablan de ellos y que, en la actualidad, se potencia a través de los medios de comunicación masiva; es decir, la reducción táctica de la creatividad inherente a los seres arrojados[14].
La memoria colectivizada en lo social, como resguardo de las experiencias comunes a los sujetos, contiene, además de los prejuicios, el resguardo de la creatividad, la imaginación libre que ante el acontecimiento, despierta dialógica y reflexivamente con la realidad a la que se enfrenta[15]. Hay, así, un cambio en la reiteración y/o imitación de prácticas, que permite el anhelo de otras formas de lo social, la conciencia ordinaria comienza un trayecto autorreflexivo desde el cual los sujetos defienden su propiedad ante el orden de cosas que le ataca, es decir, una búsqueda activa en la proyección de su identidad. Esto, no es otra cosa que el involucramiento consciente de los sujetos en lo político, pero no ya desde la política. Opera un diálogo real entre imaginación, creatividad, reflexión y conciencia que desembocan en la praxis política, en el entendido de que:
si el hombre existe en cuanto tal como ser práctico, es decir, afirmándose con su actividad práctica transformadora frente a la naturaleza exterior y frente a su propia naturaleza, la praxis revolucionaria y la praxis productiva constituyen dos dimensiones esenciales de su ser práctico. Pero, a su vez, una y otra actividad, junto con las restantes formas específicas de praxis, no son sino formas concretas, particulares de una praxis total humana gracias a la cual el hombre como ser social y consciente humaniza los objetos y se humaniza a sí mismo (Sánchez, 2003: 279).
Como afirma LaCapra,
[…] la memoria puede convertirse en una forma de recuperar rumbos perdidos y alejarse críticamente de los aspectos menos deseables del pasado así como para intentar honrar otros o convertirlos en bases de una acción en el presente y el futuro. […] Elaborar el pasado es una buena parte del proceso ético y puede ser más efectivo cuando se lo sitúa en contextos sociales y políticos (LaCapra, 2009: 212-213).
¿Por qué no desde la política? Por la marginación y coerción que la caracteriza. El que la práctica política surja ante un desvanecimiento de los significados coercitivos, no implica que las estructuras de dominación se vacíen, sino que sus regulaciones han llegado a un punto insostenible de violencia que provoca la necesidad de hacer algo para contrarrestar, en un primer momento, lo coercitivo del orden existente, romper con la situación desde el acontecimiento. Para Laclau “el acontecimiento […] posee desde el comienzo mismo […] dos roles […]: por un lado, subvertir el estado de cosas existente mediante la nominación de lo innombrable; y por otro lado, […], reestructurar un nuevo estado en torno a un nuevo núcleo” (Laclau, 2008: 87).
Ese hacer algo, al ser reflexionado y puesto en diálogo con la memoria, re-significa o alimenta el sentido de comunidad en los sujetos, adquiriendo una autoconciencia que lleva a una praxis política, que según la profundidad del cuestionamiento, se podría calificar de radical. Esto, no es otra cosa que una praxis transformadora o revolucionaria. Tampoco puede ser desde la política cuando la diversidad de cotidianos, es decir, la diversidad al interior de lo social establece vínculos desde su lenguaje, a partir, incluso, de una palabra vertebral de identificación política, es decir, de un discurso que resulta vindicativo ante un orden que le excluye o margina de la política.
La imaginación de otra realidad involucra la experiencia acumulada y, por ello, no podría repetir el ejercicio de dominación y coerción, eso disminuiría su creatividad a la mera imitación que se ha instituido en la política habitual, es decir, su propia despolitización. Por ello, se consolida una cadena de equivalencias desde donde la pluralidad de sentidos no esté sólo idealizada en el horizonte demarcado, sino que, precisamente, sea esto una herramienta para evitar la ideologización marginal de lo político en su práctica constante, no impositiva en el movimiento social que se activa. Laclau, propuso tal cadena como la identificación de universales desde la marginación de los sujetos en la particularidad de un significante que trasciende las situaciones, para llegar al acontecimiento desde la nominación en el discurso (Laclau, 2008: 88-89).
Se genera una toma de conciencia que proyecta el horizonte emancipatorio, ya que,
para que la conciencia libertaria pueda ser tratada como un factor determinante de un proceso sujeto a leyes, tiene que ser vista como un acontecimiento dentro de una cadena causal. […] El cobro de una nueva conciencia moral, la denuncia de la injusticia existente, la exhortación a la rebeldía, la elección deliberada de una formación social superior, serían un factor necesario en el proceso real que conduce a la abolición de la formación económica y social existente (Villoro, 1997: 160-161).
De esta manera, la acción de los sujetos se modifica, debido a que “la conciencia social más avanzada será la que exprese la necesidad a un nivel superior. […] La respuesta hay que buscarla en la acumulación de valores cualitativos (ya se trate de una ‘conciencia organizada’ o de una conciencia ‘que se organiza’) que preparan la acción” (Revueltas, 1982: 168). Así, el actor se moviliza colectivamente, y se retroalimenta en una emoción de rebeldía, y “en la emoción el cuerpo, dirigido por la conciencia, transforma sus relaciones con el mundo para que el mundo cambie sus cualidades” (Sartre, 2005: 21).
El horizonte de la participación se convierte, así, en ético, desde el cual la construcción de metas políticas se adecúa a tal fin. No es referirse a un perpetuo galimatías autárquico, sino a la construcción de los sujetos en su identidad como proyecto existencial sin regulaciones violentas de dominio sobre sus cuerpos (tanto en la producción como en la despolitización y, específicamente en este caso de estudio, en la escolarización como mercancía), lo cual conduce a la cualidad de seres libres, es decir, a la liberación.
El sentido de lo ético práctico, es decir, el militante ético, entraña un diálogo radical de los sujetos con su entorno y la liberación de su corporeidad a través, en un primer momento, de la defensa y generación de significantes, que respondan a su significado de lo común. Es por esto que lo ético no está definido, es parte de esa indeterminación inherente al acontecimiento, donde la creatividad de la práctica supone la construcción constante, aunque no por ello están fuera de esta cualidad ideal ciertos contaminantes, “lo ético como tal […] no posee un contenido normativo, pero el sujeto que se constituye a través de un acto ético, no es un sujeto puro y libre de obstáculos, sino uno cuyo sitio de constitución (y la falta inherente a ésta) no se suprime a través de dicho acto ético (el acontecimiento)” (Laclau, 2008: 92).
Por lo cual, el individuo libre o emancipado, sólo es posible desde lo político, la relación con los otros, siendo la pluralidad una meta esencial para el fin ético (Arendt, 1997: 133). Esto, no es otra cosa que la búsqueda consciente de una praxis transformadora y, por ello, creativa constantemente, ya que “si la actividad práctica humana no hiciera más que reiterarse a sí misma, el hombre no podría mantenerse como tal, ya que justamente lo que lo define, frente a animal, es su historicidad radical, es decir, crearse, formarse o producirse a sí mismo, mediante una actividad teórico-práctica que jamás puede agotarse” (Sánchez, 2003: 331).
Este agotamiento, sin embargo, ha intentado ser detonado a partir del terror, específicamente el de Estado que busca petrificar con el miedo a la coerción física y la muerte y que en el punto radical lo materializa. Esta estrategia no es exclusiva de una forma de gobierno dictatorial sino de la constitución de las llamadas ‘democracias occidentales’; es necesaria la sensatez para colocarnos ante la encarnación de una dominación que en su constituyente jurídico-ideológico apela a la fragmentación de la memoria[16], es decir, al olvido como receta ante las posibilidades de rebelión popular, como contención al ejercicio de un contrapoder desde los individuos conscientes y proyectivos. Como apuntó Emma Goldman: “la verdadera libertad no es un mero trozo de papel denominado constitución, derecho legal o ley. No es una abstracción derivada de la irrealidad llamada el Estado. […] La libertad real, la libertad verdadera, es positiva; es la libertad a algo; es la libertad de ser, de hacer […]”. Por ello, la resistencia que comienza en la memoria a partir del acto de recordación implica en su sentido práctico una desobediencia que prepare el camino hacia la liberación, “la desobediencia a cualquier forma de coerción es su instintiva expresión. La rebelión y la revolución son el intento más o menos consciente de alcanzarla. Estas manifestaciones, individual y social, son las expresiones fundamentales de los seres humanos” (Goldman, 2010: 45).
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[1] Es necesario comprender que las temporalidades que atraviesan a los sujetos es la constitución de su propia biografía y, por ello, el espacio desde donde van generando sus horizontes de compromiso y acción que estructuran los acontecimientos en el bloque histórico al que pertenece desde su colectividad: “la historia estructural de un campo (ya se trate del campo de las clases sociales o de cualquier otro) constituye en períodos de la biografía de los agentes que en él se encuentran comprometidos (de suerte que la historia individual de cada agente contiene la historia del grupo al que pertenece); en consecuencia, no es posible separar en una población unas generaciones (por oposición a unas simples clases de edad arbitrarias) si no es sobre la base de un conocimiento de la historia específica del campo en cuestión: en efecto, únicamente los cambios estructurales que afectan a ese campo poseen el poder de determinar la producción de generaciones diferentes, al transformar los modos de generación y al determinar la organización de las biografías individuales y la agregación de esas biografías en clases de biografías orquestadas y sometidas a un ritmo según el mismo tiempo” (Bourdieu, 1988, en Criado, 1998: 83)
[2] Fernand Braudel propone tres tiempos: individual, social y geográfico; Ricoeur los tipifica en: fenomenológico, histórico y cósmico (Braunstein, 2012: 25). Lo que se intenta explicar con ello son las duraciones en el tiempo histórico, en el plano de duraciones: corta, mediana y larga, que indudablemente se articulan transversalmente por los tiempos ya mencionados.
[3] Se debe entender, para poder establecer la distinción entre práctica y praxis, que: “toda práctica ha de entenderse como producto de la relación entre el sujeto estratégico y el campo donde produce su estrategia. A su vez, en el sujeto estratégico hay que tener en cuenta: a) su habitus; b) su posición actual, su estructura de capital. La relación entre «disposición», «posición» y «campo» se produce la práctica” (Criado, 1998: 111).
[4] Esto es lo que ayuda al sujeto en su colocación, ya que “en virtud de la orquestación de los habitus de los agentes que interactúan, y de su adecuación a unos dominios prácticos producidos según los mismos principios, se produce la generación social del sentido como «sentido común»” (Criado, 1998: 109).
[5] En Arendt se encuentra ésta esencia del ser, señalado como el nacimiento (Arendt, 1997: 65-66), y en Laclau que recurre directamente al término heideggeriano; la posibilidad de la potencialidad creativa de proyectarse. Se entiende la esencia proyectiva de los sujetos por una investidura ética que les posibilite la construcción como individuos (Lacalu, 2008: 92).
[6] En De Certau, lo cotidiano (1996: L); en Laclau, las situaciones (2008: 69-70); en Sánchez Vázquez, la praxis reiterativa (2003: 319).
[7] Se busca entender la vida social no como una mera categoría, sino en un sentido más profundo que permita observar en la comunidad como dadora de sentido común en un plano existencial, como apuntó Luis Villoro: “[…] no basta con vivir, tenemos que dar un sentido a la vida. Necesidad de todo hombre es tener la capacidad de decidir sobre sus actos, dentro de los límites de su situación, de manera de orientarlos por lo que considera un bien. La posibilidad de obrar o no obrar conforme a fines, en cada caso concreto, es una necesidad de toda persona humana. Lo que satisfaría esa necesidad es pues un valor objetivo. Y sólo si el bien que se busca con la acción es real y no ilusorio, esa acción tiene sentido. Una acción en efecto, cobra sentido para alguien cuando puede verla como un elemento de un conjunto de acciones que persigue un fin considerado realmente valioso” (Villoro, 1997: 56).
[8] El argot que durante la etapa de la juventud se nutre, otorga sentido en dos maneras: el aparente resguardo ante el adulto que no comprende los códigos y, aquí el segundo sentido, éstos otorgan recíprocamente una identidad de grupo. Feixa lo explica de la siguiente manera: “una consecuencia de la emergencia de la juventud como nuevo sujeto social es la aparición de formas de expresión oral características de este grupo social en oposición a los adultos: palabras, giros, frases hechas, entonación, etc. Para ello los jóvenes toman prestados elementos de sociolectos anteriores […], pero también participan en un proceso de creación de lenguaje. El uso de metáforas, la inversión semántica y los juego lingüísticos […] son procedimientos habituales. […] el argot de cada estilo refleja las experiencias focales” (Feixa, 1999: 100-101).
[9] Se sigue en la sintonía del pensamiento de Luis Villoro, quien afirma que: “[…] el proceso de socialización al que estamos sometidos desde nuestra infancia, nos incita a tomar como propios los valores de la comunidad a la que pertenecemos. Cuanto mayor sea nuestro sentido de pertenencia a un grupo, a una sociedad, mayor es nuestra probabilidad de asumir un punto de vista imparcial sobre los valores que benefician a la totalidad” (Villoro, 1997: 61-62)
[10] Ante la advertencia hecha en referencia a los tipos ideales, es necesario que la idea de libertad no encaje en marcos limitantes de interpretación y/o acción. “Debemos esperar, por ejemplo, que la idea de libertad, sólo pueda aclararse por las mismas acciones que se supone crean la libertad. La creación de una cosa, y la creación más la comprensión de una idea correcta de la cosa, constituyen muy a menudo partes de uno y el mismo proceso indivisible y no pueden separarse sin provocar la detención del proceso (Feyerabend, 1986: 10).
[11] La memoria permite ser arma ante la movilidad histórica, ya que “uno de los motivos de la eficacia y peligrosidad de los prejuicios es que siempre ocultan un pedazo del pasado. Bien mirado, un prejuicio auténtico se reconoce además en que encierra un juicio que en su día tuvo un fundamento legítimo en la experiencia; sólo se convirtió en prejuicio al ser arrastrado sin el menor reparo ni revisión a través de los tiempos. […] El peligro del prejuicio reside precisamente en que siempre está bien anclado en el pasado y por eso se avanza al juicio y lo impide, imposibilitando con ello tener una verdadera experiencia del presente. Si queremos disolver los prejuicios primero debemos redescubrir los juicios pretéritos que contienen, es decir, mostrar su contenido de verdad” (Arendt, 1997: 53-54).
[12]. Continúa Sánchez Vázquez: “sin embargo, crear es, para él la primera y más vital necesidad humana, porque sólo creando, transformando el mundo, el hombre […] hace un mundo humano y se hace a sí mismo. […] La praxis es, por ello, esencialmente creadora. Entre una y otra creación, como una tregua en su debate activo con el mundo, el hombre reitera una praxis ya establecida. […] la praxis se caracteriza por este ritmo alternante de lo creador y lo imitativo, de la innovación y la reiteración” (Sánchez, 2003: 320).
[13] “La memoria puede contemplarse como información socialmente organizada que los miembros aprenden a almacenar como formas normales idealizadas o tipificaciones de sus experiencias. Estas formas normales están distribuidas socialmente entre cualquier población y están disponibles como un stock de conocimiento para asignar y reasignar significado, pero deben conectar con la interacción social situada” (Courel, 1974, en Criado, 1998: 105).
[14] Esto va más allá de lo que se plasma en el papel, atiende a una forma de civilización que adquiere un sentido común de relacionar a los seres, como apunta Claudio Martyniuk: “en el campo jurídico está penalizada la omisión de ayuda. Pero en el proceso civilizatorio de autocontrol de las emociones, de transformación de las pasiones en intereses, el individualismo propietario, la sensibilidad embotada, el cansancio y abatimiento erosionan, acallan el ímpetu cuestionador. […] La indiferencia silencia, oculta, invisibiliza, vuelve el rostro ante aquello que se vuelve innombrable” (Martyniuk, 2010: 61-62).
[15] Hay un proceso de mêtis que les incita a dialogar entre sujetos, a hacer lo político. “El acto de la mêtis es una memoria que irrumpe, una duración o subsistencia que se introduce transformando la relación de fuerzas. […] Predomina en este arte de la irrupción oportuna su poder transformador, revolucionario. Tal memoria existe como receptáculo de una multitud de sucesos, se desliza entre ellos sin investirlos, cada uno de ellos constituye una fracción de tiempo” (Cassigoli, 2007: 148).
[16] Se insiste, pues, en la idea de que “[…] la memoria dominante persigue reforzar la vinculación identitaria entre las personas que viven ahora en el presente y que en todo caso deberían sentirse orgullosas de un pasado en común merecedor de ser continuamente recordado y ensalzado. […] El recuerdo dramático del pasado perdura en la mente de quienes lo vivieron y padecieron aunque, puesto que las mentalidades son siempre susceptibles de ser desoídas, silenciadas o amortiguadas, la memoria crítica que camina a contracorriente podrá ser siempre en gran medida controlada y desacreditada, de modo que la imagen oficial del pasado acabará por parecerse mucho a lo que a los grupos dominantes les habría gustado que realmente así hubiera acontecido” (Larrión, 2008: 77).